Nuestro modo de ser: vacío

Un vacío pues hemos marginado el sufrimiento de la vida: lo irracional, lo intenso, lo que no dominamos, el terror, lo ilimitado.

Vacío
La gran muralla de Sloan

Nuestro modo de ser: vacío

Vivimos como en la superficie de las cosas, no por su falta de hondura (ahora parece que, por ejemplo, la Física conoce más sobre la materia que lo que sabíamos un siglo atrás), sino por mantenernos a flote en un cuerpo estéril (“fuente generadora sociocultural” dice el filósofo español Luis Sáez Rueda[1]) del que no identificamos el fondo problemático y su relación con nosotros. Por lo tanto, no sabemos llegar a resoluciones al sernos imposible aclarar la relación con aquello de lo que sólo podemos experimentar su dejo más no su forma: el vacío.

Vacuidad

Un vacío resultado del destierro de Dios pues Éste ha sido sometido sólo a la razón: forzando lo ilimitado a lo limitado, instrumentalizando lo inabarcable, olvidándonos (pues no ejercemos influencia) del arraigo de aquello a lo que pertenecimos en otro tiempo. Un vacío pues hemos marginado el sufrimiento de la vida: lo irracional, lo intenso, lo que no dominamos, el terror, lo ilimitado. Así, como dice Földenyi, nos quedamos en un mundo sin cielo y sin infierno; un mundo de realidades objetivas en donde el hombre busca salvarse por lo que sabe y no por lo que no sabe (por lo ilimitado). Somos autocomplacientes con nuestro saber, nos enorgullecemos de asumirnos autónomos, aunque por las noches sintamos pavor.

Nuestro malestar está cubierto por la experiencia en común de este vacío. El vacío como un desarraigo, una “desconexión entre los plexos pasionales de la cultura y los de su envés sociopolítico”, dice Sáez Rueda, pues respondemos a un modo de ser (es decir, la manera en que comprendemos el mundo) sedimentado a partir de expresiones culturales específicas que forman un abismo entre la vida cotidiana (la vida vivida) y la vida sentida (visible por medio de las prácticas sociopolíticas). Dicha separación —entre lo cotidiano y lo sentido— nos hace experimentarnos distantes de aquello que nos crió y a lo que, en otro momento, estuvimos estrechamente vinculados.

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Así, se puede decir que hemos sido extirpados de y, en este sentido, “[e]l vacío es el testimonio del desarraigo […] Es la nada-de-mundo experimentada como ausencia de sustancia vital”. No es algo que podemos señalar pues, si así fuera, si nos fuera efectiva la mención de aquello que nos aqueja, sería más bien algo como precursor de nuestro malestar y ya no un vacío. Por el contrario, es un quedarnos sin mundo, en nada, sin la capacidad de un más allá de y, por lo tanto, sin la inherente posibilidad de ser otro distinto del que somos, de superarnos. Terminamos inmovilizados. No estancamos. No hay proyecto.

El malestar actual es una desazón sin objeto pues no puede ser nombrado. Es el “vacío-de-ser que se experimenta en la imposibilidad de la libertad”. El surgimiento de la individualidad (y con ello el deber de los individuos de realizarse), sugiere que ahora el hombre está en un mundo libre de significados trascendentales que muestran una realidad hoscamente humana, una cotidianidad llena de vivencias pero carente de experiencias de espíritu cósmico. Nuestra subjetividad (consciencia de ser uno mismo) exacerba la experiencia del aburrimiento por su multireferencialidad para hallar un sentido, no sólo del mundo sino también en nosotros.

El tedio y la angustia

Este mundo exclusivamente humano tarde o temprano se volverá (o ya lo es) una prisión. Porque el mundo nos es cotidiano entonces nos parece más aburrido, lo que nos hace experimentar el incremento de una afectividad: el tedio. Nuestra sociedad y su cultura no son ya portadoras seguras de sentido, pues han dejado vacíos de significado que, ahora, desde lo individual, buscamos «llenar». ¿Con qué? El tedio no señala lo real sino el deseo, nuestro anhelo de nuevas experiencias que nos parezcan interesantes[2], en las que podamos ser creativos. Hay un impulso por hacer interesante lo que de sí (ahora más que nunca en la historia de la humanidad) está condenado a desvanecerse en sus significados.

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La nuestra es una cultura en que la tensión sigue diluyéndose, no hay diferencias, sino que todo es una armonía decadente y normal. No surge nada nuevo de ella sino adecuaciones que, en lo exterior, nos dan a pensar que la multiplicidad de disfraces debe responder a la plétora de posibilidades en la vida, cuando es todo lo contrario. Dejamos el diferendo y optamos por la acopladura cultura. En las relaciones humanas, dejamos de compartir nuestra unicidad con los otros para sólo relacionarnos externamente sin alternarnos.

Así, obtenemos una “diferencia homogenizadora, dice Sáez Rueda, en donde nos decimos que somos diferentes —pues eso es lo que hay que creerse— pero que, con ello, terminamos siendo igual que los demás, sin modificarnos. Así, mientras más deseamos nuestra diferenciación —y para ello volteamos a la cultura— más terminamos atrapados en lo mismo. Hacemos lo mismo convencidos de que es un lo diferente que nos salvará de lo mismo.

Así, además del desarraigo y su estar en un “sin-mundo” experimentamos un vacío activo, arena movediza que nos succiona por más que buscamos soluciones para salir de él. Nos engulle pues esos recursos tienen como referencia un imaginario cultural desgastado, eficiente en la ficción neocapitalista de Hollywood pero inoperante en la realidad. Como nos damos cuenta que no salimos hacemos como si, nos engañamos, poniendo nuestra fuerza de voluntad en ilusiones de todo tipo, buscando desembarazarnos del vacío sin darnos cuenta que este queda en la sombra, de manera que “[e]l malestar en la cultura es la experiencia de un vacío velado, opaco y sombrío, como si de un misterio indescifrable se tratase”.

Referencias:

[1] Sáez Rueda, El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder, 1ª edición, 2015. p. 243.

[2] Lars Svendsen, Filosofía del tedio, Tr. Carmen Montes. México: Tusquets, 1ª edición, 2008. p. 33.

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