
Nuestro malestar contemporáneo: fatiga
Charles Taylor entiende por malestar “aquellos rasgos de nuestra cultura y nuestra sociedad contemporáneas que la gente experimenta como pérdida o declive, aun a medida que se «desarrolla» nuestra civilización”.[1] Es una experiencia cultural, es decir, un aminoramiento que se da bajo un contexto específico (y sus criterios de interpretación específicos de esa cultura) que, irónicamente, promueve lo contrario: la acumulación de bienestar mediante la fe secularizada en el progreso, una necesidad que se sustenta en la supervivencia y la inmortalidad[2]: tenemos que dominar la naturaleza pues ella nos resulta tan ajena como nuestra muerte. Para Sáez Rueda nuestra época se caracteriza por estar hundida en la enfermedad (lo decadente), en un “subsuelo ontológico [que] contiene patologías de la civilización […] modos de ser que conforman el espíritu de una época”.[3]
¿Cómo saber que experimentamos malestar? Para Sáez Rueda no tenemos salud porque estamos vivos, sino porque somos ser-ahí es que ella es parte de nuestro estar-en-el-mundo, es decir, la salud le pertenece “al vivir en cuanto tal”.[4] En este sentido, la salud contemporánea nos es… aunque desapercibidamente, pues solemos distinguirla con mayor énfasis cuando «algo anda mal». De manera similar, para Nancy la salud es lo propio, que de tan íntima nos llega a pasar inadvertida (pensemos en la relación que tenemos ahora mismo con nuestro corazón, las plantas de los pies o el ombligo, con nuestro cuerpo en general). El cuerpo se revela como la primera naturaleza, que se oculta a los hombres en sus organismos y funciones, torrentes y flujos que no son desconocidos haciéndonos inclusive indiferentes de nuestra ignorancia, preguntándose Nietzsche: “¡qué sabe de sí mismo el ser humano!”. Así, el órgano que no cumple con sus funciones orgánicas se hace presente y con ello su ajenidad.
Entonces, sólo podemos saber que «algo anda mal» cuando lo que nos va, mejor dicho, cuando nuestro devenir como potencias manifiestas, “como impulso”[5], dice Sáez Rueda, —como el brote de una rama que exige del organismo un caudal de vida no solo en el mantenimiento de lo que ya está sino en lo que puede llegar a ser— se estanca en su propia supervivencia, se fatiga y, finalmente, se marchita.
Al respecto dice Sáez Rueda que sería impreciso decir que nos hemos estancado como cultura, pues nos es evidente el torrente externo e interno de la vorágine de lo moderno. Pero dicho movimiento no es propio de aquel que engendra vida, sino que, en su opinión es del que se come a sí mismo: una “génesis autófaga”.[6] Así, la patología —en su sentido negativo (enfermedad)— es “un desfallecimiento de la vida, una depotenciación de su devenir intensivo”.[7] El malestar de nuestra época se experimenta sin experimentarlo, sin saber bien a bien qué eso que nos hace estar mal y que buscamos evadir, por la manera velada y borrosa con la que, aunque podamos intuir que está ahí, aplazamos su solución.
Entonces, el hombre contemporáneo es el sujeto al que la vida le desfallece, que está enfermo de fatiga crónica por conservarse de cara a la muerte… ya sin Dios. Un doliente sobre el que “[…] el individualismo absoluto genera sus propios padecimientos”[8], no a partir del exceso de permisibilidad que recupera para sí (sobre las múltiples posibilidades a las que puede recurrir y que le permiten superarse), sino por su “malestar solitario, [por su] sufrimiento oculto, [por] desesperación”.[9] Desesperado de ese «yo» ensimismado de razón y ajeno a esa gran verdad que es —su ahora ya— cuerpo ajeno.
Ya lo decía Nietzsche, valoramos nuestra existencia a partir del miedo, no del placer o del disgusto que nos causa. Encaramos la naturaleza con agresividad por asumirla como una amenaza a la cual hay que sobrevivir. Nos convertimos en “una máquina de sometimiento”[10] que olvida que su existencia no es opuesta a la naturaleza sino inserta en ella (physis), una posibilidad autocreadora para los hombres.
Sin embargo, ahora para nosotros los hombres de occidente, la vida se conserva más que superarse, se disminuye más que intensificarse.
Referencias:
[1] Taylor (1994), La ética de la autenticidad, Tr. Pablo Carbajosa Pérez. Barcelona: Paidós, 1ª edición, 1994, p.37.
[2] Cfr. Jean-Luc Nancy, El intruso, Tr. Margarita Martínez. Bueno Aires: Amorrortu, 1ª edición, 2006.
[3] Al hablar de patología, dice Sáez Rueda, se piensa en la raíz griega «pathos» (sentimiento, emoción) y que derivan en palabras que tengan que ver con padecer. Entonces, patología se refiere a la averiguación sobre “la experiencia humana que afecta a las pasiones, a las emociones, las cuales, siendo de un signo o de otro, se padecen, es decir, son experimentadas”. (pp.72-73) De manera que patología se desmarca de ser asociada sólo con enfermedades, sino que es más abarcadora: la experiencia del ser pasional humano. Entonces se puede decir que el sentido negativo de la patología es la enfermedad y, el positivo, la pasión humana. Cfr. “Enfermedades de occidente: Patologías actuales del vacío desde el nexo entre filosofía y psicopatología” en Occidente enfermo: Filosofía y patologías de civilización, Luis Sáez, Pablo Pérez Espigares, Inmaculada Hoyos (eds.). Granada: Universidad de Granada, 2011, p.72.
[4] Ibid., p.75.
[5] Ibid., p.74.
[6] Sáez Rueda El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder, 1ª edición, 2015, p. 244.
[7] Sáez (2011), p.75. He explicado en 3.3.1 Vida, Salud y Enfermedad: Soledad, el sentido nietzscheano de enfermedad.
[8] Jean-Claude Guillebaud, La traición a la Ilustración, Tr. Horacio Pons. Buenos Aires: Manantial, 1ª edición, 1995, p.151.
[9] Idem.
[10] Sáez Rueda (2015), pp. 252-253.