
“[…] alguien que ha extraviado por completo su camino en el bosque, pero que con descomunal energía se afana en cualquier dirección hacia la salida, descubre a veces un nuevo camino que nadie conoce: así nacen los genios cuya originalidad se celebra”.
Friedrich Nietzsche (HH, §231)
La modernidad, con sus intérpretes y grandes pensadores, ha colmado de ímpetu humano el espíritu de nuestro tiempo. No importa si ha sido la confianza en la madurez del intelecto, en la concepción científica del universo o en su contemplación, o si ha defendido la humanidad y su felicidad —con su razón ilustrada, con su evolución económica, con su deseo de dar libertad a los pueblos o mediante la dominación de la naturaleza—. Sea cual sea, cada noción ha sido inherentemente limitada, respondiendo a una manera particular de pensar lo que es (sin efectivamente dar cuenta de ello), con criterios de validez corresponsables con la forma de concebir la vida. Una intimidad temerosa que ha hecho distinción, mediante la fe en galimatías metafísicas, entre lo objetivo y lo subjetivo.
El sometimiento moderno de lo racional sobre lo irracional causó que el universo simbólico-religioso y su entramado en la consciencia humana (a entender, lo sagrado) se desvaneciera, influyendo en una actitud humana (…,demasiado humana) que exageraría su confianza en lo racional a costa de lo irracional.
Incluso, desde el giro copernicano —aquel “momento” en el que los hombres se liberaron de la ilusión geocéntrica (la Tierra-hombre como centro de todo)— surge al mismo tiempo, pero en dirección contraria, un desplazamiento: con cada nueva incursión de la ciencia en su “impulso de verdad” (como suele llamarle Nietzsche) justificado por la acumulación de conocimiento, éste alejamiento se profundizaría: el hombre moderno, paradójicamente, se «liberó» y se desplazó al mismo tiempo: dejó de ser el centro de algo y, simultáneamente, nubló su consciencia cósmica.
De lo anterior se tienen efectos contradictorios[1] pues todo se convirtió en una proyección antropológica que despojó a los hombres de su carácter cósmico. El hombre moderno identificó el espíritu de Occidente con el del universo al declarar la época moderna como aquella en la que habría de cumplirse algo sin saber con precisión qué era ese algo que prometía. Utilizó, al mismo tiempo, su capacidad de razonar para desarrollar conceptos que terminaron alejándolo de la fe y, con ello, la restitución de la unidad originaria resintió. Nunca más el hombre moderno se ha sentido identificado con la unidad como lo estuviera en otro tiempo con Dios. Las consciencias mágica y mitológica se debilitaron. Dios murió… y con ello nuestros límites (yoicos) se restringen a lo exclusivamente palpable: nos hemos dejado de maravillar.
Aunque la razón buscase incansablemente la unidad nunca más se reconstituiría. Muere Dios y con Él la dotación de sentido que, si antes estaba respaldada en su autoridad (en la fe), ahora se garantizaría mediante la razón como organizadora “de lo real”. Deviene un hombre en crisis que busca nuevas maneras de comprenderse de frente a la obsolescencia de los esquemas antiguos; nuevos referentes que le permitiecen instrumentar el mundo y a Dios desde sí mismo. Es por esto que se dice que lo moderno exacerbó la subjetividad: el individuo como maquinista racional del cosmos. Una voluntad condicionada por su interés en el conocimiento que se queda inútil pues se pone en duda si éste vivifica a mujeres y hombres. La vida no es identitaria con el conocimiento.
Se gesta entonces un pensamiento dualista. Una serie de oposiciones —“individuo y masa, burgués y proletario, nación e imperio, mercado y guerra, civilización y barbarie, ciencia y superstición, democracia y dictadura”[2]— eran manifiestas y hacían sospechar a los pensadores sobre la presencia de un desorden. El dualismo genera en el pensamiento del siglo XIX “esa irregularidad, por la que quedaban sin cumplir tantas promesas, [y que] fue interpretada como culpa y caída”[3].
Como consecuencia de la instrumentalización del pensamiento un debilitamiento permeó las categorías “constitutivas de la experiencia humana”[4] (emocionales, estéticas, éticas, sensitivas e imaginativas) ganando terreno la razón. La desaparición de lo racional significaría la debacle del proyecto de convivencia, pensamiento y producción del ideal moderno. La erradicación de lo irracional significaría la renuncia a la libertad, a la posibilidad infinita, a la incertidumbre de la complejidad de la experiencia.
Hölderlin (1770-1843) se perfiló —desde una posición contraria al modernismo dentro del mismo modernismo— como un extraño que estaba “«en el mundo sin ser del mundo»”[5]. Un exilio que desidentificaría al yo, que buscaba perderse más que encontrarse, pues nada le era significativo en su entorno. Para esto, el poeta alemán otea a la antigua Grecia, “no por imitación, sino porque siente lo que sentían ellos y consigue expresarlo” [6] mediante su intuición.
En este contexto, Hölderlin se asume como conciliador de lo trágico de la existencia al rescatar y mantener lo separado frente a la racionalidad prevaleciente de la época. Sin afán de resolver o superar la contradicción trágica de la existencia, sino sólo de mantener su tensión pues, como dice el poeta, “[…] tal es el fruto de nuestra experiencia: no podemos representarnos lo perfecto, sin ver en seguida la deformidad contraria”.[7] Tensión representativa de la fuerza vital de frente al control moderno de conceptualizar y dar razón de todo. Una oposición (la que Hölderlin pretende restituir) entre dioses y hombres, entre la presencia del mundo con su belleza y silencio (y el sentido que yace contenido en él) y una necesidad de “historia, institución, código [y] significado”[8]. Irresolución entre someterse a los dioses y estar en la mundaneidad.
Así, sólo mediante la incorporación de la experiencia silenciosa del absurdo es que lo indecible tomaría un significado para este poeta demoniaco. Más tarde, para Nietzche la restitución de la tierra será el restablecimiento de lo terrenal y mundano, del mundo espacio-temporal, en el que vivimos y ya no como un lugar sin valor, de paso, superfluo e inauténtico. Así, “cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será”.[9]
¿Cómo experienciar lo ilimitado? Algunas pistas: Introversión. Acercarnos al enigma. Experienciar lo infinito en lo finito, lo ilimitado en lo limitado. El infierno. La soledad. Lo extraño.
Referencias:
[1] Richard Tarnas, La pasión de la mente occidental, Tr. Marco A. Galmarini. Girona: Atalanta, 1ª edición, 2008. p. 410.
[2] José Luis Villacañas Berlanga, La filosofía del siglo XIX. Madrid: Trotta, 1ª edición, 2013. p. 15.
[3] Ibid., p. 12.
[4] Tarnas, p. 411.
[5] Patxi Lanceros, La herida trágica: El pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke. Barcelona: Anthropos, 1ª edición, 1997. p. 95.
[6] Giorgio Coli, El libro de nuestra crisis, Tr. Narcís Aragay. Barcelona: Paidós, 1ª edición, 1991. p. 87.
[7] Friedrich Hölderlin, Hiperión, Tr. Alicia Molina y Rodrigo Rudna. Puebla: La nave de los locos, 2ª edición, 1989, p.12.
[8] Lanceros (1997), p. 94.
[9] Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, Tr. Fernando Valenzuela. México: Tusquets, 17ª reimpresión, 2005, p. 13.