
“En el bar reinaba una especie de dejadez comunitaria. Los clientes se alineaban junto a la barra, casi como si se conocieran entre sí, o como si estuvieran allí juntos. Tendrías que emborracharte, me dije; ese es el lugar ideal, el bar. Pero no puedes, dije; sabes muy bien que te hace daño, que con tu estómago no puedes emborracharte aunque quieras. La verdad, no tenía ningún vicio digno de ese nombre. Licor en cantidad moderada. Amor en cuotas. ¿No me haría bien cultivar algún vicio impactante? Alguna crueldad excesiva o un sacrificio asombroso. Pero ni siquiera eso era posible. En cambio, nos quejamos en voz bien baja. De que nos casamos con la chica equivocada, aceptamos el empleo equivocado, vivimos vidas equivocadas.
Y qué intentos lastimosos hacemos por curarnos: cultivamos jardines ridículos, nos inscribimos en clubes, nos prometemos releer todos los libros importantes que descuidamos. Creemos que deseamos una vida más sencilla, más activa, más al aire libre, y todos los miércoles asistimos a los bailes en el patio de la escuela local, imaginando que una danza popular es el camino de vuelta a una comunidad amigable y que unos jeans y una camisa a cuadros restituirán la comunicación con el extraño que vive al lado.
Lo único que no perdimos, pensé, es la capacidad para el sufrimiento. El sufrimiento nos sale bien. Pero es un sufrimiento silenciosísimo. No molestamos a nuestros vecinos con él. Nos desplomamos, pero nos desplomamos con la mayor disciplina imaginable. Así somos. Sin duda, así somos. Desplomadores disciplinados.
Suicidio silencioso con pastillas para dormir en una bañadera. O con gas en un dúplex. Sin traerle problemas a nadie; el testamento firmado ante escribano público, el piso barrido y el teléfono bien colgado.
Tu único vicio, pensé, eres tú mismo […]”
Alfred Hayes, Los enamorados, Tr. Martín Schifino. Buenos Aires: La bestia equilátera (LBE), 1a. edición, 2011.