“En lo primero que pensé al despertar fue en el perro y bajé tambaleándome de la cama. Me remojé la cara y miré por la ventana que daba al sur. Era un día de los que reconcilian el alma. La tormenta había lavado y enjuagado el mundo. El mar era un inmenso pastel de arándanos y el cielo estaba tan brillante como el manto de la Virgen. Percibía la fragancia de los pinos y el aire salado, y podía ver las islas de Santa Bárbara, a sesenta kilómetros de distancia, cabalgando en el horizonte como un banco de ballenas azules. Era el típico día que torturaba a un escritor, tan hermosos que tenía la certeza de que le despojaría de ambición y sofocaría cualquier idea nacida de su cerebro. Harriet estaba haciendo café cuando entré en la cocina. Estaba ardiente. —¡Se ha ido! —exclamó sonriendo. Necesitaba más pruebas, tenía que verlo por mis propios ojos, y salí. No había ni rastro del animal. Atravesé el césped bajo los pinos goteantes y miré por encima del muro. Inspeccioné el garaje, el cercado de los animales, e incluso la vieja y la destrozada caravana que en años anteriores había sido el refugio de mis bullterriers. Allí encontré algo que me hizo caer en un dulce sentimentalismo. Era una viejo bate de béisbol, mordisqueado a medias por mi difunto Rocco, que adoraba devorar bates, especialmente por el mango, donde podía saborear el sudor de las manos de mis hijos. El desayuno estaba listo cuando volví a la casa. Me tomé un café, encendí el primer cigarrillo y sentí en las psique la primera chispa de una premonición. Aquel condenado perro andaba todavía por allí. No estaba escrito que pudiera librarme de él tan fácilmente. El hijo de puta no se había ido. Una intuición todopoderosa me obligó a levantarme de la silla. Estaba allí, debajo de aquel mismo techo. La premonición me dirigió hacia el ala norte de la casa, a la habitación de Jamie. Abrí la puerta silenciosamente y miré dentro. Estaban los dos dormidos, cada uno en su lado, el brazo de Jamie alrededor del cuello del perro y los dos roncando. Me gustó lo que vi. Me gustaba que los jóvenes durmieran con perros. Era lo más cerca de Dios que estarían en toda su vida. Cerré la puerta y volví a la cocina.” John Fante, Mi perro idiota, Tr. Antonio_Prometeo Moya. Barcelona: Anagrama, 1a edición, 2010.
Fante (Mi perro idiota, 1985)

Ciudad de México (1977). Psicoterapeuta con 12 años de práctica. Maestro en Filosofía. Esposo y padre. Entusiasta de la filosofía, la escritura creativa, la carpintería, los oráculos y la fotografía. Aprendiz del fuego.