“Pero mi mayor felicidad era ir al molino y tirarme encima de los sacos de harina. El molino se hallaba en la parte baja del jardín. Mi abuelo se entretenía en sus asuntos con gestos lentos y ceremoniosos. A veces, se paraba delante de mí y me hablaba. Me miraba con sus ojos saltones, inclinaba su cuello de toro y su barba flotaba al viento, blanqueada por los años y por la harina. Blandía su pipa de tubo larga como una caña de pescar. Nunca me contaba cuentos de hadas y jamás me daba explicaciones sobre lo que hacía. Solo había dos temas que le interesaban de verdad: los secretos del universo y la unidad de Europa. Se expresaba con sencillez, pero excitaba mi curiosidad, como debe de hacerse con los niños, y aunque yo no entendía casi nada de lo que decía, memorizaba todas y cada una de sus palabras. Puede ser que, después de muchos años, algo haya comprendido. Mientras hablábamos, siempre me miraba con satisfacción y ternura. Quizá esa mirada no expresara otra cosa que amor por su nieto. Aunque a veces he pensado que su alegría se debía en parte a la certeza de cuando él hubiese muerto, uno de sus descendientes, ese nieto acaso, podría asistir a la fundación de los Estados Unidos de Europa.”
György Faludy, Días felices en el infierno, Tr. Alfonso Martínez Galilea. Barcelona: Pepitas & Pimentel, 1a edición, 2014.