El sentido del bien, una lectura de Jean Grondin

“Los momentos perfectos no se viven por haberlos solicitado”

Creer que lo armado ex professo nos traerá felicidad —pues lo hemos “producido” deliberadamente con ese fin— es dejar nuestra felicidad a las impresiones más que a los sentimientos, dice Grondin… ¿A la razón más que al corazón? ¿Qué significa esto? Pongamos un ejemplo ficticio: me desplazo miles de kilómetros. Estoy ya en frente de El Taj Majal y no experimento «lo que se supone que debería de experimentar»: una emoción desbordada, un asombro que me enmudece, la grandeza del ingenio humano, etc. ¿Qué es lo que sucedió? He buscado producir mi felicidad de manera anticipada y hacer cosas en función de esa previsión, creyendo que, porque lo he imaginado así, entonces al estar efectivamente ya ahí se dará la felicidad; es como planificar la vida mediante relaciones causa-efecto. E.g. me compro un coche nuevo entonces seré feliz entonces ¡ay! no me duró el efecto. ¿Pero qué nos motiva a actuar así ? En opinión de Grondin, no admitir la posibilidad de lo sorpresivo en nuestra vida.

De manera que, la felicidad no es algo que está ahí afuera, externo a nosotros y que lo podemos pro-curar, inclusive pro-ducir. Podría decir que no hay lugar para una actitud proactiva —palabreja tan gustada en ciertos entornos. La felicidad “se produce a sí misma”, dice el filósofo canadiense… ¡Qué enigmático! ¿Qué quiere decir Grondin con esta afirmación? Creo que mi hija tiene la respuesta a ello.

El Tótem y el níspero

Una vez por semana mi hija y yo salimos a pasear. En la última ocasión consideré ir a conocer el Tótem Canadiense que está en el Bosque de Chapultepec. A mi me animaba la idea y me decía que «de seguro le encantaría». Dispuse los preparativos: me anticipé a qué podríamos comer antes de dirigirnos al lugar (incluso lo que le pediría del menú y que le emocionara); investigué cómo llegar al lugar y me hice una idea de dónde estacionar el auto; pero sobre todo imaginé su carita llena de emoción al ver ese tronco de cedro rojo tallado con aquellos animales espirituales.

Al salir de la escuela le dije: “Vamos a ir a un lugar a conocer algo especial, una sorpresa”. Sus ojos se iluminaron de intriga y no tardó en preguntarme a dónde nos dirigíamos tratando de aliviar su curiosidad.

Después de comer y de habernos desplazado al lugar, estábamos ya cerca del Tótem. Era una tarde hermosa, pronto la hora dorada nos bañaría de áureos rayos. Yo me comenzaba a emocionar, por ver el artefacto y por confirmar la reacción esperada en mi hija. Estando ya ahí, enfrente de aquel portento, la expresión de mi hija fue algo como: “¿Y esto qué es?” Viéndolo de arriba a abajo y volteándome a ver para decirme unos segundos después: “Mejor vamos a los juegos”. Permanecimos algunos minutos mientras ella me jalaba para irnos. Sentí un poco de frustración, mi plan no había surtido el efecto esperado.

Caminamos rumbo a los juegos y, para nuestra sorpresa, arribamos justo en el momento en que daban cierre a las instalaciones. Ella no dijo nada, como si aceptara la situación. Yo pude haber dicho algo como: “y ahora qué vamos a hacer”. Nos sentamos cerca de la entrada lúdica. Le sugerí emocionado que volteara a ver la luna; lo hizo. Ella señaló un árbol de níspero, lleno de frutos verdes y amarillos. Se colmó de alegría y, levantándose y dirigiéndose hacia él, me invitó a que tomáramos algunos. Recolectamos y regresamos a nuestros lugar. Me sentí ancestral. Me pidió que limpiara un níspero y se lo diera. Era ácido y pensé que no lo querría. Nos dirigimos al árbol tres veces más. Incluso me pidió que lleváramos tres a casa para regalarlos a “Mamá”. Ya en el coche, de regreso a nuestro hogar, me preguntó: “Y a ti papá, ¿qué fue lo que más te gustó?”. “Bueno, el Tótem, la luz de atardecer, y estar contigo, claro”. ¿Y a ti? —le pregunté. “A mí, haber comido las frutitas… y bueno, también estar contigo”. El niño habló, el maestro actuó.

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La felicidad no se persigue como lo hice con la construcción que traté de detallar arriba. Por más que me anticipé y planee el momento idóneo para <<recibir la felicidad en nosotros>>, mi hija tuvo otra opinión pues, en efecto, no le sorprendió; no tanto como los nísperos, y esa es su verdad. Lo cierto también es que nunca hubiera podido anticiparme al encuentro con ese árbol mágico que, con su florecimiento y sus regalos, nos invitaba a zambullirnos en el gozo de la vida, que no se puede producir pero sí aventurar el recibimiento de los desconocido con asombro y tal vez ahí la felicidad.

Buscar la felicidad de los otros

Podemos tener el interés de que el otro esté feliz, de “obrar su felicidad” dice Grondin. Por ejemplo, cuando deseamos salud a alguien después de que ha estornudado. Si nosotros no podemos producir nuestra propia felicidad por lo menos podemos buscar acompañar a otros a aligerar su carga. “Dignos de ser felices” procurando nuestro servicio a los otros. Un actuar con otros que conforma una “ética del sentido de la vida” donde la felicidad está relacionada al deber, a la obligación y a la responsabilidad… con los otros. Un deber que me demanda responsabilidad por el otro pues “no puedo permanecer insensible frente al sufrimiento del otro”. Una “severidad” (para Levinas) que hemos traducido por «amor al prójimo». Una “moral de la felicidad del otro “con orígenes religiosos” que es “herencia directa de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana de la cavidad”. (Grondin retomando a Habermas)

¿Hay un fondo a toda religión? El Bien para Platón, “que se sitúa más allá de las convenciones, de las fórmulas y de los códigos. La ética no se deriva de los códigos”. Para Levinas, “no es la consciencia la que funda el Bien sino que más bien es el Bien el que funda y apela a la consciencia”. En este sentido, es distinta la consciencia moral que la consciencia de sí y en el español no tenemos como distinguirlas. “Tengo con-ciencia de mí porque tengo consciencia de mi deuda con el otro”.

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Para Grondin el término latín conscientia hace alusión a un conocimiento que es común a un cierto número de personas, lo que los hace ser “confidentes”, es decir, que se dan mutuamente confianza y que comparten un saber común. Y dice: “[…] la conciencia es de entrada una relación con el otro, pero que se expresa en una llamada interior que me ata y me conduce así a una conciencia de mi mismo”. Una voz interior que me llama al Bien del otro. “[…] es una voz que me humilla, que me golpea con la nada cuando me centro sobre mí mismo, aún cuando este centrarme sobre mí mismo domina mis acciones. La moral, fundamentada en la angustia del otro me transporta fuera de mi, al sentido del otro”.

Para Levinas “la santidad es incontestable”, es decir, “la trascendencia de sí mismo en el sentido de vivir para y por el otro” es irrefutable. Grondin deja abierto lo que la santidad pueda significar, aunque apunta que se encuentra “en el horizonte de toda ética”.

Hay un llamado en este apartado a suspender la idea del individualismo para dar paso a un ética de la otredad.

Referencia:

Jean Grondin, El sentido de la vida: un ensayo filosófico, Tr. Jorge Dávila. Barcelona: Herder, 4a reimpresión, 2017.

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