El lenguaje del sentido, una lectura de Jean Grondin

“[…] el diálogo interior es la instancia que nos hace sentir un saludable sentimiento de extrañeza frente a las facilidades del lenguaje «exterior», ese mismo que lo banaliza y lo oscurece todo”.

Bo Lanyon (Interiority, 2017) en https://www.bolanyon.net/

La relación entre sentido y lenguaje

“[…] El sentido sólo es presentido a través de un lenguaje”. Lo anterior en oposición a concepciones que aboguen por la desvinculación entre lenguaje y sentido. Aquellas que afirman que las cosas están «por sí mismas» independientemente del lenguaje, lo que implicaría que las cosas se muestram como lo que son y que nosotros podemos saber lo que son sin la necesidad del lenguaje. Difícil problema. Es por ello que Grondin argumenta la relación inseparable de sentido y lenguaje.

El acercamiento deconstructivista sospecha, desconfía del “lenguaje del sentido”. Sospecha de esquemas que rigen el pensamiento (y por añadidura del lenguaje) y que nublan nuestra capacidad de comprender las “cosas mismas”. ¿Es posible que nuestro lenguaje responda (secretamente) a “un cierto orden y a una lógica” que operan con una tendencia subrepticia “la espera de sentido”?

El carácter problemático del sentido

¿Qué es el sentido? El lenguaje evoca. ¿Qué evoca? Lo que está fuera de él. Por lo tanto, no cuenta con un intermediario, no puede ser llamado. Es el “intermedio del orden de los signos”. Por ejemplo, podemos leer las siguientes letras: E P R O R. Podemos ordenaras: PERRO. Y darles un significado: mamífero, canino, amigo del hombre. Son nuevos signos ordenados. Para Derrida: “el sentido se nos escapa siempre”.

Los signos “apuntan” hacia una presencia real de la cosa, sin embargo ¿dónde está el sentido? Para Derrida, “la experiencia del sentido se encuentra siempre y trágicamente «diferidas»”.

Différance: tomando lo que he tratado de resumir más arriba, el sentido es “diferente” del signo; el sentido está fuera del signo. Sin embargo, ese fuera, esa diferencia del sentido sólo puede ser indicada por el lenguaje, por los signos. Es como una autoreferencia. Así, el lenguaje “produce” algún sentido al voltear a ver el sentido, al participar en el sentido. Entiendo que no basta con que los signos fabriquen sentido sino que deben implicarse en esa tarea, es decir, en la de “hacer sentido”o “tener sentido”.

¿Estamos entonces atrapados en las ramas del lenguaje para dar sentido? ¿Sufrimos por ellos? Lo anterior es a lo que busca poner atención la Deconstrucción. Para Derrida la escapatoria del lenguaje es otro lenguaje.

Diálogo interno

Según lo que hemos visto damos sentido a partir del uso de un lenguaje que participa en construir sentido, pero “no por eso el lenguaje agota toda la experiencia del sentido”. Nuestro “diálogo interno” confirma lo anterior.

Al buscar expresar lo que íntimamente nos sucede, entiendo, haremos uso del lenguaje que conocemos; inclusive, aún con mayor énfasis, si esa expresión —pienso yo— ha de ser con otros y no sólo conmigo, por nuestra posible intención de darnos a entender. Sin embargo, sabemos que eso que experimentamos podría ser expresado de otro modo, algo que “quiere ser dicho” de modo más sintonizado con nuestra experiencia, que suele ser mucho más amplia que el significado común que confiamos a nuestros signos. Así, tal vez, nos quedemos con la sensación de no haber sido claros, de no haberlo dicho todo, de no haber llegado al meollo del asunto de lo que nos sucede, etc.

“[…] el sentido del lenguaje no reside nunca en él mismo, o en las «estructuras» que hacen su sintaxis, sino en lo que él da que pensar, que compartir, que vivir, que esperar”, dice Grondin. El sentido del lenguaje está en nuestro diálogo interior; el que quiere eructar pues nos hemos agitado “internamente”. Queremos expresarle al otro lo que nos sucede sin poderlo hacer en totalidad. Fracasamos casi siempre, sin embargo, ese fracaso contiene y es prueba de que ahí, en la fibra interior, está lo más intimo. Es el lugar de donde la poesía, dice Grondin, surge o se alimenta.

Hermenéutica

“La atención al sentido interior”, “«el arte de comprender»”. Comprender y entender mediante un ir más allá de los términos que se eligen para comunicar algo. En mi escucha como terapeuta no comprendo y entiendo exclusivamente (como la ciencia sí pretende) por las palabras que mis pacientes me comparten, sino que se encuentra sentido también, por ejemplo, en lo no dicho, en el cómo se dice, en lo que nos da a pensar lo dicho/escuchado (tanto a mi como a mi paciente, o inclusive a ese Otro fantasma como puede ser Dios, la madre, el jefe, etc.). Así “el sentido del lenguaje no reside nunca en él mismo o en las « estructuras» que hacen su sintaxis”.

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Una atención hermenéutica al sentido es similar a una «fenomenología»: que desconfían de lo construido, que se resisten a «las cosas mismas». Una actitud que deja que los fenómenos (psicológicos, sociales, físicos, sutiles, espirituales, materiales, históricos, etc.) aparezcan en su propio orden “natural” y que vayan más allá de las construcciones, del “orden de las cosas mismas y de lo que tienen que decirnos”, la trama única que se conjunta en un tiempo y espacio particular, irrepetible y lleno de sentido… si sabemos escucharlo. Escuchar lo dicho y, nuevamente, lo silenciado, lo dicho con apuro, con lágrimas de alegría, con sonrisas de tristeza.

Un juego de adivinación

La escucha atenta del otro me invita a un juego de adivinación sobre la intención que tiene, tenga o no claridad sobre ella. Adivinar también el discurso dictatorial al que responden sus palabras, ese guion dictado no sólo por las convenciones del lenguaje, sino de eso que nos decimos que hacemos con un otro cuando platicamos. E.g. ¿Cómo estás? Bien. ¡Qué frio hacer, ¿verdad?! Hablamos de «lo que se habla». No solemos dar espacio a ese modo de hablar que muchas veces es atropellado y caótico; que intenta encontrar un sentido en lo dicho y en su correspondencia con lo experimentado. Responder a los dichos del «se dice que…» opaca el diálogo furtivo de nuestra soledad.

Sentido interior

Ahí (aquí) amanece en nosotros la pregunta por el sentido de la vida.

El sentido está por debajo del lenguaje y su dirección propia. Hablamos, mencionamos, hacemos referencia a nosotros, pero el sentido de lo dicho siempre está más allá del lenguaje hacia afuera. Hacia adentro cada palabra externa (“lenguaje hablado”) tiene el poder de resignificar lo interno, de aclararlo y viceversa. Las palabras en esta hermenéutica contienen la posibilidad de ir más allá de sí mismas. ¿Es acaso la metáfora un ejemplo? Pues “no hay sentido sin trascendencia de sí”. Ése es el sentido que pretende y testimonia el lenguaje interior.

Nuestro lenguaje interior contiene la semilla del “lenguaje efectivo”. El lenguaje interior es escurridizo, “un querer-decir” que no admite codificación. “Un silencio, un suspiro, una caricia, una lágrima”, que algo quieren decir. “Lenguaje efectivo”, el que acechamos para darnos a entender; las palabras. Lo que se “quiere-decir” pero que no se reduce a palabras… o sí lo intentan pero no alcanzan. Con ello también capturamos el sentido de las palabras, su significado, que es uno de los sentidos del sentido (las acepciones del diccionario).

“Relación hermenéutica entre lo dicho y lo no dicho”.

Lenguaje exterior, el que no alcanza pero que hace resonar el lenguaje interior.

De lo anterior que entonces Grondin afirme que el lenguaje es permeable: hacia sí y hacia afuera. Hacia el interior —porque aquello que decimos en voz alta y que probablemente no sea preciso, lo matizamos y trascendemos, vamos más allá de la rigidez de nuestras expresiones y, por lo tanto, vamos más allá de nosotros. Y, también, el lenguaje permanece abierto “a todo sentido que quiere ser dicho y entendido”. ¿Cómo? El lenguaje se trasciende mediante el mismo lenguaje (como defendía Derrida), puede “sobrepasarse a sí mismo” y esa es una capacidad inherente… pero no dada si no la aprovechamos.

Hermenéutica y deconstrucción

Aprovechemos de la deconstrucción su sospecha sobre los ordenes de significación monumentales, sobre las edificaciones lingüísticas que fijan sentidos y que, con ello, recortan nuestros horizontes de entendimiento. Sepamos, gracias a su crítica, que no hay sentido que se dé sin una cierta herencia, pero atenuemos al permitir que el legado exista y no pretendamos “un punto cero de comprensión”. Todo el sentido que en lo personal podamos desplegar tiene un proceder genealógico del que nuestro diálogo interior no alcanza a referirse a él. En palabras de Grondin: “El sentido nos viene de otro lugar, que jamás dominamos, en el sentido de que nosotros ya lo habitamos desde siempre”. ¿Una colectividad consciente? ¿Una herencia ancestral inconsciente?

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Aprovechemos la articulación entre deconstrucción y hermenéutica. El lenguaje desde el exterior del que sospechamos objetivizado, examinando la gramática del lenguaje y dislocando su lógica y sus exclusiones. El lenguaje desde el interior, desde la filosofía del sentido de la vida, la pregunta subjetiva sobre el sentido: ¿y tu qué haces y qué sentido buscas con ello? Pero también prestando mucha atención a lo que no se dice o a lo que no alcanza a decirse pues el llanto o la duda nos inundan.

“[…] Hay, en efecto, variadas experiencias que no podemos comprender si no es participando nosotros mismo en el sentido interior que se expresa en las palabras, pero también remontándonos a la fuente de las palabras, porque sólo si se tiene en cuenta ese lenguaje interior puede comprenderse lo que se intenta decir. Así, puedo comprender algo en las lágrimas de un niño, o en el balbuceo de un ser que sufre, por desgracia o por alegría. Todo esto es propio del lenguaje interior, en el que hay que entrar si se quiere comprender, pero al que se accede sólo al perforar la fachada del discurso de las palabras Pero hay otro lenguaje que consideramos con mayor suspicacia y con más fuerza deconstructiva cuando nos vemos confrontados con él; se trata, por ejemplo, de los clichés, del lenguaje estereotipado, de las lágrimas de cocodrilo o lo quejidos exasperantes. En el primer caso, practicamos la hermenéutica; en el segundo, la deconstrucción”.

Sirva el siguiente diálogo de ejemplo a lo antes citado:

— Estoy desorientado.

— ¿Hacia dónde te dirigías?

— No lo tengo claro. Me siento como si hubiera perdido algo. Como si el Sol hubiera desaparecido y yo me quedara dando vueltas sin saber más… desorbitado.

— ¿Y cómo es estar desorbitado?

— Como dar vueltas sin cesar. Como sentir que me salgo de mí, dejándome con una sensación de ya no saber quién soy. Como dar vueltas en algún juego mecánico de la feria de manera que surge una fuerza que te quiere aventar hacia afuera pero tu luchas por mantenerte adentro. Siento nauseas. Como cuando no sabes hacia dónde dirigirte, te sientes perdido, con miedo de ser asaltado por algo desconocido.

— Recuerdo la órbita de los ojos. Desorbitado me remite a no tener los ojos en sus cavidades. Que los ojos expresan tanto dolor o asombro que parecen salirse de las órbitas.

— (Silencio). Siento mucho dolor, en el estómago… (Pausa) Es como cuando mi padre se fue de la casa. «Mi niño interior» fue dañado.

— ¿Qué quieres decir con “«Mi niño interior»”? Quiero saber más, comprenderte mejor.

Reflexión

A los ojos de los demás nuestra pregunta por el sentido de la vida —de tu vida, de mi vida— normalmente se responde mediante la sutil invitación a unirse a una de las opciones del catálogo de moda, el cual suele tener (por necesidad) un montón de exclusiones: nos encanta hacer a un lado (apartar los ojos de…) todo lo que nos resulte desagradable o incomodo, por ejemplo.

Dicho catálogo contiene buenas “soluciones” pero no dejan de ser externas. Lo que nos es externo —por costumbre de rendimiento y desinterés de lo particular— suele objetivizarnos. Es decir, deja fuera nuestros guiños demoníacos —esos que nos hacen ser precisamente los que somos y no como los demás.

Las soluciones externas son el resultado de esas pruebas milagrosas que nos encantan tanto pues nos prometen decirnos «quiénes somos». Es la estadística operando que busca códigos para definir horizontes de vida atractivos, pero en muchos casos irreales. Es el gran ego de algunos de nosotros los terapeutas que nos fascinamos con el «¿Entonces dime qué hago?» de nuestros pacientes.

El problema es que “la vida jamás se vive desde el exterior”… o no sólo desde ahí. Hay una interioridad-externa y una exterioridad-interna que espera ser sentida, traducida, verbalizada, y de la que hemos de participar —necesariamente— si queremos responder al sentido de nuestra propia vida.

Referencia:

Jean Grondin, Del sentido de la vida: un ensayo filosófico, Tr. Jorge Dávila. Barcelona: Herder, 4a reimpresión, 2017.

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