
Ficción y realidad
¿Puede la amistad tomar tintes extremos? Me sitúo entre la idealidad de la amistad y la “trivialidad de la existencia”. Entre la idea de amigo que deseamos en los otros (en ocasiones una proyección narcisista) y la realidad limitada del otro.
Nos ha ocurrido que la enfermedad nos rapta por un tiempo, o el mundo, con su peso, nos vence. Todos hemos transitado por parajes desérticos en los que anhelamos el encuentro con aquel amigo o amiga (o la idea que tenemos de ellos) como el sediento que fantasea con un oasis que reconforte sus más desesperadas necesidades. Mandamos un mensaje, hacemos una llamada o provocamos sugerentes (según nosotros muy evidentes) señales de humo esperanzados en recibir respuesta. Necesitamos urgentemente un salvavidas.
Nuestro amigo recibe el mensaje. Pero él o ella están, tal vez, en un buen momento de vida; se pasean por lugares reconfortantes cayendo continuamente en un enamoramiento por todo lo que la vida es. O tal vez están demasiado ocupados en sus compromisos. Están atentos a nosotros, inclusive se preocupan, pero puede más la vida y su belleza para ellos. Imaginativos o apurados pasean con una sonrisa en la cara y recordarnos es sólo un amargo trago en el caudal delicioso de ambrosía que la vida les da. Nos olvidan fácilmente… sin querer.
Los malentendidos
Surge algo sutil en medio de nosotros: uno, sintiéndose desamparado, puede recuperar por sus propios medios (como normalmente es) alguna salud y bienestar. Sentimos entonces culpa de haber podido causar demasiada preocupación a nuestro amigo. Por su parte, nuestro amigo, pudo haber caído en cuenta que somos falibles, que enfermamos, que exigimos, que nos malhumoramos, que nos hemos mostrado, en resumen, bajo nuestro verdadero rostro pues nos hemos mostrado más el que somos (es decir, somos la alegría y la fiesta y la escucha y la permanencia, pero también somos la tristeza y la zozobra y el pesimismo y la congoja).
“Más los que somos” destituye el propio reflejo que nuestro amigo a querido ver en nosotros, como el o ella nos ha querido ver. Así, él o ella también experimentan la culpa de no merecer nuestra amistad pues podrán decirse que realmente no nos conocen, que no esperaban que fuéramos de tal o cuál manera distinta a su proyección y que, por lo tanto, nos han traicionado. “[…] traidor ya no es quien abandona a su amigo por descaro o por pereza, sino el que duda de la amistad del otro”.
Ambos dudamos de nuestra amistad, un cuestionamiento engendrado principalmente por nuestro ego: nosotros por creer que pudimos haber ocasionado demasiadas molestias y nuestros amigos por decirse que no merecen nuestro afecto pues su deseo a traicionado al más que somos.
Dudar de la amistad
¿Cuántas veces hemos puestos en duda nuestra amistad con alguien para darnos cuenta en nuestro siguiente encuentro que ésta nunca dejó de serlo, que sólo fueron temores nuestros que cuestionaron lo que nunca fue cuestionado?
Dice von Schenk: “[…] la amistad está condenada a ser una relación sin historia y siga siendo, en este sentido, la pariente pobre del amor”. ¿Qué podemos decir sobre la amistad si ésta está siempre en vilo de ser preservada sin la exigencia de fidelidad que, por ejemplo, el amor sobreentiende? ¿Es acaso que nuestras amistades son una suposición de continuidad pero que realmente nada ocurre en esas relaciones, nada ocurre si le comparamos con el amor, con la paternidad, con la hermandad?
En estricto sentido no tenemos nada con ese otro al que llamamos amigo y tal vez por eso mismo su valor y sorpresa de que se sostenga por sí misma. Pareciera que la amistad se recarga en la nada: no hay garantías ni sangre de por medio, sólo una promesa… “no exige más fundamento que su sola intención”.
Referencia:
Veronika von Schenk, La ironía de la ironía: la amistad según los románticos de Jena en Sophie Jankélévitch y Bertrand Ogilvie, La amistad: en su armonía, en sus disonancias, Tr. Fernando Gónzález del Campo. Barcelona: Idea, 1a edición, 2000.