Apuntes sobre la amistad (A)

Fotografía “Five friends on a see-swa” por William Reid

Hermanos y amigos

Uno puede o no tener hermanos. La hermana o hermano de uno suele ser un apoyo de por vida: es familia. En cambio, el hijo único queda “abandonado” a sí mismo y éste se hace a la tarea de encontrar puertos en donde desembarcarse.

Nuestros primeros amigos (aquellos que nos “sirven” para jugar) en lo común nos son impuestos: los hijos de los amigos de nuestros padres o los compañeros de un salón de clases con los que coincidimos. A uno de pequeño se le impone más de lo que uno elige libremente a sus amistades.

Los primeros amigos

Después, el afecto llega. Lo hace entre los 10 y 12 años. Llega la primera amiga, el primer amigo. “La niña tiene que reunir alrededor de ella compañeras que se le parezcan, por lo menos tanto como sea posible a una edad en la que una misma no sabe muy bien lo que piensa ni lo que quiere. Tiene que precaverse contra esa soledad que constituye una amenaza perpetua”.

Las amistades requieren mantenimiento… y también un poco de suerte y proximidad: que se dé el caso de que uno está por ahí cerca y acceder a continuar procurándose.
Uno puede seguir siendo amigo de gente con la que pocos gustos comparten y con quién los caracteres aún no estaban del todo formados cuando se inició la amistad. Sin embargo, se comparte algo infinitamente precioso: “un pasado común”.

Uno tiene afecto por el amigo: se siente cómodo en su presencia, sin sentirse molestos y sin tener nada que probar, sin la necesidad de impresionar. Los amigos no luchan entre si… se protegen.

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“No existe una amistad que no sea compartida, porque la amistad es un estado que ambas partes tienen que mantener”.

La amistad, a diferencia de la hermandad, exige atención y perseverancia pues, a menos que haya una ruptura violenta y prolongada, la hermana o el hermano permanecen sin mucho mantenimiento.

Tanto el amor como la amistad nacen: o de una fuerte atracción mutua o de aquella necesidad por un otro que surge de la intimidad y la costumbre. Ambos, amor y amistad, requieren esfuerzos conjuntos para mantener el lazo y éstos pueden sernos agradables o penosos. Ambas asumen un compromiso de por vida aunque pueda o no cumplirse.

La amistad no exige exclusividad pues, de lo contrario, puede ser visto —en el adulto que así lo hiciera— un comportamiento infantil como el niño que se irrita al ser dejado por su amigo para ir corriendo con otro que él o ella (libremente) ha elegido. Así, la libertad es condición intrínseca de la amistad; lo anterior no excluye “unos ciertos celos y el temor al rechazo”.

Amistad y amor

La amistad, a diferencia de los arrebatos pasionales del amor, de sus cimas y valles desesperados, apuesta por la permanencia con la que cumple su promesa de fidelidad. Los antropólogos, basados en el número promedio de individuos que formaban una tribu, argumentan que un número factible de personas a las que conocemos bien serían setenta personas (con sus excepciones extravagantes e introvertidas). Cada quien podrá repasar ese hipotético círculo de 70 conocidos. Se puede aventurar que, aunque uno encuentre gustos similares entre muchos de sus integrantes sólo un puñado de ellos pueden ser considerados amigos y el resto conocidos.

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Amistad y distancia

Alguien a quien conocemos bien no necesariamente es nuestro amigo. Que sea conocido implica una distancia, a diferencia del amigo a quien podemos considerar “cercano” afectivamente. Mantenemos distancia aunque pueda existir un vínculo social. Lo que toma distancia es nuestra confesión, nuestra vida más íntima. Al conocido no solemos abrirle nuestro corazón y quien lo hace puede caer en un exceso de confianza sobre alguien que no tiene oídos para nuestra intimidad.

La amistad puede ser tolerante a los defectos no superados del otro y a la consecuencia de, como amigos, ser afectados por ellos. Toda amistad cuenta con puntos débiles (e.g. no poder hablar abiertamente sobre nuestros defectos). La amistad, por lo tanto, no exige transparencia. Hay que tolerar y soportar al otro como es, si ello tiene un peso específico menor a las bondades que obtenemos de nuestra amistad con esa persona.

Referencia:

Ruth Rendell, Una amiga para toda la vida en Sophie Jankélévitch y Bertrand Ogilvie, La amistad: en su armonía, en sus disonancias, Tr. Fernando Gónzález del Campo. Barcelona: Idea, 1a edición, 2000.

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